La cartilla de escolaridad (años sesenta)
Desde tiempos inmemoriales la calificación ha estado presente en nuestras vidas. Uno ya es mayor y conserva hasta la primera cartilla de escolaridad que me dieron en el cole, una azul editada por el Ministerio de Educación Nacional, y digo azul, porque los niños teníamos las cartillas de ese color, mientras que las cartillas de las niñas tenían un color naranja (menos mal que no le pusieron la portada color rosa, eso hubiera sido ya… ). En dicha cartilla aparecían calificaciones de los distintos conceptos que se habían establecido en la ley y que eran susceptibles de ser calificados. Recalco que hablo de los años sesenta.
En la educación primaria, estaban establecidos distintos bloques (denominados “Conceptos”) para calificar. Un primer bloque consistía en las materias instrumentales, en las que se consideraban la lectura, la escritura, el dibujo y el cálculo. El segundo, eran las materias formativas: Religión, Geografía e Historia, Lengua, Matemáticas, Formación del Espíritu Nacional y Educación Física. Estos dos bloques tenían calificación numérica igual que la conocemos ahora. En el tercer bloque, denominado hábitos, se contemplaban la realización de Deberes, la Conducta, la Puntualidad y el Aseo. Este bloque no se puntuaba, sino que se valoraba con adjetivos.
Una vez acabados los cuatro cursos de primaria, pasábamos al bachillerato: cuatro cursos que se agrupaban en “bachillerato elemental” y dos más que eran el bachillerato superior, acabando con un curso más que permitía el acceso a la universidad mediante el “curso preu” o en mi caso, que ya me pilló la reforma, pasó a denominarse “COU”.
Libro de calificación escolar
Rebuscando entre documentos de mi archivo, encuentro el “Libro de calificación escolar”, en el cual se recogían las evaluaciones finales de cada curso y la promoción. Aparte de ver lo mal estudiante que era (digo yo, porque no había curso que no me quedaran para septiembre una, dos o tres materias), me llama la atención que en las páginas se especifica la palabra “EXÁMENES”, no aparece otra palabra. Está claro que el profesorado de esa época lo tenía claro.
La ley respaldaba completamente la calificación del alumnado mediante pruebas específicas, escritas, y donde uno se lo jugaba todo.
Con toda esta anécdota de mi historia personal he querido mostrar que conservamos una tremenda inercia con respecto a la calificación y por lo tanto, a la asignación numérica de los distintos conceptos que las sucesivas leyes han ido proponiendo.
Debo hacer, antes de continuar, una advertencia: voy a ponerme en un caso extremo, analizando la forma de evaluar de aquel docente que lo único que hace es recopilar notas desde los instrumentos y sacar la “media” para el boletín. Por suerte, ese caso extremo no es generalizado, y pienso que de una forma u otra se tienen en cuenta otros aspectos para la consecución de la calificación.
Pensando un poco, nada más que un poco, ¿eh?, puedo considerar que la calificación era una herramienta válida si se toma en consideración la transmisión de unos conocimientos estáticos y básicos, aunque yo añadiría también el apelativo de programáticos. Incluso, actualmente, la calificación pretende estandarizar algo que está en contra de la evaluación: el respeto a las individualidades del alumnado, el respeto a sus capacidades, a sus tiempos de aprendizaje, a su nivel madurativo, a… todo aquello que permite felicitar al alumno o alumna por los logros que realiza.
Pero, ¡atención!, hemos cambiado, ya no tenemos unos conocimientos estáticos, sino tremendamente cambiantes. Ya no tenemos una transmisión de conocimientos, sino que la idea fundamental es preparar al alumnado para que sea capaz de resolver situaciones problemáticas con los recursos con los que se disponga, recursos que, por otra parte están cambiando día a día.
¿Es compatible esta idea con la calificación?
Personalmente creo que no. Sin embargo, seguimos calificando y clasificando. Y es más, la calificación definitiva que decidimos poner como “evaluación” la obtenemos a partir de los instrumentos.
Cuidado. No quiero decir que no hagan falta instrumentos de evaluación, por supuesto que hacen falta, pero si verdaderamente los usamos con el apellido de “evaluación”, ya que si los pensamos de otro modo, deberían llamarse “instrumentos de calificación”. Entre todos los instrumentos que pensemos hay uno que se lleva la palma, y que nos acompaña desde la más tierna infancia hasta nuestra vida adulta: los exámenes. En la educación primaria los hay, en la secundaria, en el bachillerato, en el acceso a la universidad, en la formación profesional, en la universidad, en las distintas oposiciones a cualquier cuerpo,… Siempre hay un apartado en el cual una persona tiene que “vomitar” aquello que se ha aprendido de memoria.
Pero lo más triste es que esos exámenes no valoran capacidades, sino la memoria que se tenga, y a partir de esa reproducción conseguiremos una nota que nos permitirá pasar de curso, aprobar un acceso a la universidad, unas oposiciones.
Es más, cuando se plantea un examen se hace exactamente igual para todos los examinandos. Son las mismas preguntas, el mismo estilo de corrección, la misma valoración para cada pregunta, la misma escala… Lo máximo que se tiene en cuenta es la adecuación temporal o espacial si uno “demuestra” que tiene derecho a ello según la normativa.
En la segunda parte de esta entrada nos centraremos en el ámbito escolar, y comenzando a proponer cambios desde la base para ver si poco a poco vamos cambiando.
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